De la Renta Mínima de Inserción a la
Renta Básica como garantía de inclusión en una sociedad post-laboral y
post-salarial…..,y de lo que podemos ir haciendo mientras tanto.
Cuando nos desayunamos cada día con
un nuevo escándalo de corrupción política o seguimos de cerca “el caso
Urdangarin” y la nube de humo generada en torno a la empresa Nóos. Cuando el
ministro Montoro pone mala cara ante la pregunta de si alguna vez percibió
dinero negro y nos remite a su declaración de la Renta como si no supiera que,
precisamente, lo que caracteriza al dinero negro es su no declaración
tributaria. Cuando en la casa Real se vuelve a percibir la paga extra y se
presupuestan, para sus gastos, más de mil millones de las antiguas pesetas para
el año 2013. Cuando personal de TeleMadrid que sacó su plaza por oposición es
despedido para poder mantener los sueldos de altos directivos puestos a dedo.
Cuando se maneja una reforma legislativa en la que, por primera vez, la
condición de condenado por un delito doloso no será motivo suficiente para
impedir que un ejecutivo sea banquero. Cuando miles de familias se quedan en la
calle fruto de los desahucios llevados a cabos por unas entidades bancarias RESCATADAS
con dinero de esos mismos ciudadano.., parece del todo increíble asistir a
noticias como las publicadas por el diario El Mundo devolviéndonos, sin querer,
la idealizada imagen que aquel personaje del Cándido de Voltaire vino a definir
como panglossiana. Según Pangloss no sólo estamos en el mejor de los mundos
posibles sino que, cada cosa, es como debe de ser. Y en esta visión de las
cosas, muy neoliberal a pesar de sus contradicciones (por un lado se defiende
el no intervencionismo del Estado confiando en los mecanismos autoreguladores
del mercado pero, por otro, el Estado interviene a la Banca para salvarla, con
dinero de todos y cada uno de los ciudadanos, de sus propios desmanes), los
líderes del Partido Popular, en un nuevo ejercicio de desviar la mirada, no han
encontrado mejor chivo expiatorio que los/as perceptores/as de RMI,
sometiéndoles a un tercer grado en una especie de reconceptualización
conservadora de la Política Social que nos devuelve al siglo XVI cuando Luis Vives,
en su famoso tratado El socorro de los
pobres (526) establecía la distinción entre pobres merecedores y no
merecedores.
Pues bien, frente a esta nueva
reconceptualización conservadora y de cara a realizar una lectura crítica en
torno a la RMI y lo que esta significa hoy por hoy, creemos que es preciso
realizar una pequeña incursión histórica que nos permita reavivar la memoria y
no dejarnos confundir por los voceros del neoliberalismo que lejos de querer
aumentar la dignidad de las personas pareciera más bien que buscaran generar
animadversión hacia aquellos y aquellas que sufren la doble trampa de la
inserción y la precariedad.
Aprobada la Constitución Española de
1978 (CE), los dispositivos para combatir la pobreza en España fueron
apareciendo en distintos momentos (1987, “Plan Concertado para el Desarrollo de
Prestaciones Básicas de Servicios Sociales de las Corporaciones”; 1995,
“Ponencia para el Análisis de los Problemas Estructurales del Sistema de la
Seguridad Social y de las Principales Reformas que deberán acometerse”; 2001, I
Plan Nacional de Acción para la Inclusión Social del Reino de España de
2001-2003”, etc.) y con distintas lógicas para cada uno de los colectivos
protegidos. Como regla general, se ha operado a través de una doble distinción;
por un lado, se han distinguido los colectivos aptos y los no aptos (personas
ancianas y discapacitadas) para el mercado laboral; por otro lado, se ha organizado
su protección o bien como una extensión de la seguridad social contributiva
(pues pertenecían su ámbito de protección) o bien al margen de ésta (Laparra y
Ayala, 2007). Pero cuando se plantea el debate sobre las relaciones entre
políticas activas de empleo, políticas sociales y exclusión social, la atención
recae frecuentemente en las rentas mínimas o de garantía de ingresos,
seguramente porque, siquiera el cuadro es mucho más amplio, éstas imponen toda
clase de controles y pruebas sobre el estado de necesidad de sus potenciales beneficiarios,
de forma que llegan a un porcentaje extraordinariamente bajo de quienes de hecho
se encuentran en ese estado.
A partir del acuerdo entre los
Gobiernos central, autonómico y local posibilitado por el referido “Plan
Concertado para el Desarrollo de Prestaciones Básicas de Servicios Sociales de las
Corporaciones” de 1987, todas las comunidades autónomas comenzaron a poner en marcha
programas de rentas mínimas al amparo de lo establecido en el artículo 149 CE,
según el cual en materia de asistencia social las comunidades autónomas podrán
asumir competencias. El primero se introdujo en Euskadi, mediante el Decreto
39/1989 de 28 de febrero sobre Ingreso Mínimo Familiar del Gobierno Vasco. A
éste le siguieron otros que, como en el caso vasco, replicaron el modelo de la Revenue
Minime d’Insertion francesa. La función de estos programas tendría que
haber sido la de cubrir los agujeros dejados por el conjunto de prestaciones de
mínimos, sobre todo a aquellos colectivos pobres o excluidos pero que en
principio son aptos para el trabajo remunerado y que, además, no tienen acceso
a prestaciones asistenciales como los subsidios de desempleo. Sin embargo, durante
todo el periodo de crecimiento continuado en España, el gasto público
involucrado en el mantenimiento de estos programas ha sido escaso -apenas un
0,3% en promedio de los presupuestos autonómicos en 2000 (Moreno et al,
2003). Pero por estas mismas fechas se abre una segunda etapa en el proceso de
implantación de rentas mínimas, de nuevo por el Gobierno Vasco, con la Ley
12/1998 contra la exclusión social; a partir de entonces, los mecanismos de
inserción no se van a limitar ya a la prestación económica, sino que van a
tratar de ofrecer un solución integral a proceso de exclusión, previendo el
desarrollo de un conjunto de actuaciones orientadas a la inserción (Rey Pérez,
2004). Esta nueva forma en que se concibe la inserción y su relación con la
prestación económica se conoce como principio del doble derecho.
Al
hilo de lo apuntado más arriba, la legislación sobre exclusión social ha de comprender
que, a diferencia de lo que ocurría en la “época dorada” del capitalismo de bienestar,
hoy el paro ha dejado de constituir un fenómeno aislado, coyuntural, para convertirse
en un elemento “estructural” en nuestras sociedades (Rey Pérez, 2007). Cuando
lo que está en cuestión es si los mercados de trabajo actuales tienen la
suficiente capacidad o no para emplearnos a todos, la solución no puede pasar
por un modelo de inserción fundamentado en la centralidad del empleo como
herramienta de inclusión social, porque lo que se discute es precisamente la
capacidad de integración, o incluso la pervivencia, del modelo salarial de
sociedad. Hasta el momento, los programas de rentas mínimas responden a una
lógica asistencial y no pretenden sino ejercer un control más directo sobre los
beneficiarios, de ahí que estén sujetas tanto a prueba de necesidad como a la
obligación de contribuir con la sociedad de la única forma que contemplan los
programas de workfare: integrándose en el mercado laboral. El resultado
es que las rentas mínimas llegan en España a 7 de cada 1.000 hogares (unos
115.000), una cantidad sin duda muy reducida si, concebidos como última red de
seguridad destinada a garantizar unos ingresos mínimos a aquellos sectores más
desfavorecidos.
Tenemos que asumir que
nuestro modelo social nunca va a alcanzar el pleno empleo, y mucho menos, el
pleno empleo de calidad. Por ello, si queremos seguir asegurando los derechos
sociales y un nivel de bienestar mínimo a la población, no podemos seguir
aplicando fórmulas obsoletas que estaban adaptadas a otra realidad económica y
social. Debemos asumir que la sociedad salarial y laboral ha terminado. Que la
riqueza y la economía dependen cada vez menos de la fuerza del trabajo. Y en
ese contexto, tenemos que buscar otras instituciones y otras formas que nos
aseguren la garantía del derecho social más básico, que es el derecho al
reconocimiento social, a la inclusión e inserción. Hoy ni el empleo, ni otros
mecanismos orientados al empleo como las rentas mínimas sirven para asegurar
esto. La última reforma laboral ha demostrado muy cortas miras y como ya se
está demostrando difícilmente alcanzará los objetivos de crear empleo y empleo
estable, quizá porque esos objetivos sólo se pueden alcanzar de forma muy
parcial. Es, por tanto, necesario que imaginemos nuevas instituciones que
otorguen un reconocimiento de partida a todos los miembros de la comunidad
política; entre las ideas que en el ámbito académico más han sobresalido está
la de la Renta Básica, consistente en asegurar unos mínimos ingresos a todo el mundo
para que así puedan participar en la vida económica y social del grupo del que
forman parte. Esto sólo podrá ponerse en marcha si va acompañado de una reforma
fiscal que adapte también nuestro sistema financiero a la nueva realidad
social. Reformas parciales sólo son parches que más que solucionar los
problemas que tenemos, lo que hacen es agravarlos.
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